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Leyenda del mono

Algunas noches de luna irradiante, inundados los muros de la parte antigua de una suave luz plateada y de sombras fantasmagóricas, se escuchan lo que parecen suspiros en la imaginación o una brisa de aire en la razón de quienes pasan a esas horas delante de la mansión de los Cáceres Nidos. Suspiros que semejan gritos de rabia y tristeza contenidas a la par, provenientes de lugares ocultos a la mirada.

Bajo la ventana de la torre esquinera, un mono de piedra, en el que nadie repara ya, acentúa esas noches su mueca feroz e inmutable, señalando el lugar donde se consumó la tragedia que provocó la locura de sus celos en lo que fue su hogar, que en adelante será por su causa llamado como la casa del Mono.

En tiempos olvidados, vivía allí una joven dama, quien en la plenitud de su lozanía su ambicioso padre la obligó a unir su destino con el de un caballero que doblaba su edad, pero de buenos dineros y posición. No obstante, el noble marido tenía un carácter dulce y atento y pronto ganó la consideración del corazón de la mujer, que nada más deseó, desde el momento en que olvidó las reservas ante su torcida suerte, darle un vástago que diera el nombre de familia a su unión.

Pero pasaron unos años y la felicidad de la pareja fue paulatinamente trocando en desesperanza y amargura en ella, pues el ansiado hijo no llegaba. Su desolación aumentaba las semanas que su esposo pasaba en otras tierras para atender sus negocios, dejando a su joven mujer en una insoportable soledad.

Para aliviar el dolor que veía en ella al partir y el estado de abandono en que la encontraba a su regreso, de uno de sus viajes el noble le trajo como presente un pequeño mono que pudiera cuidar y tener como un fiel acompañante. Pero tal era el deseo de la mujer por ser madre, que como tal se comportó con el animal, que gozó, incluso, de aposento y lecho propio.

Pero el destino a veces es implacablemente inmisericorde, y lo que era arreglo a una desdicha lo trocó en tragedia. Parecía que la solución satisfacía al matrimonio: a él, por verla de nuevo alegre y llena de vida; a ella, porque la ilusión doblegó a la razón y obró el milagro de disfrutar lo que hacía tiempo anhelaba. El marido partió de nuevo, esta vez sin temores ni sentir culpabilidad por ello. Meses estaría fuera en esta ocasión.

Durante su ausencia, cierto día llegó a la villa de Cáceres un forastero, que por su aspecto bien se atisbaba de que gozaba de posición, buscando lugar donde pernoctar antes de proseguir camino, no hallándolo en ninguna posada. Indagó entre los lugareños algún modo de encontrar acomodo y descanso a su fatiga, preocupado porque la noche se echara encima a quien no gustaba dormir al raso. Y así se enteró no solo de la soledad, sino también de la belleza de la esposa del comerciante. Decidió probar fortuna y cortejarla con dulces palabras, con tanto empeño que ésta finalmente acabó por aligerar la celosa custodia de su honra y estado e invitó al viajero a pasar la noche en su casa, no guardando por demás la ausencia del marido como éste hubiera deseado.

Del ocasional galán nada más se supo cuando partió a la mañana, pero en ella prendió inesperadamente la semilla del encuentro, que tanto le había sido esquiva en brazos de su esposo.

Vuelto el señor, la infiel le dejó ignorante del episodio, no así de su resultado, cuya noticia aquél recibió con orgullo y esperanza:

– ¡Al fin tendré descendencia! – gritó con alborozo.

No escatimó atenciones a su mujer. Dio instrucciones a los criados para que acudieran prestos a cumplir cualquier deseo que se le antojase. Transformó salas y aposentos… Y preparándose con ilusión ante el futuro acontecimiento, ambos relegaron al mono a un completo olvido.

Su desdicha y desamparo llevó al animal a arrinconarse en cualquier rincón donde adivinara que no molestaba, en su miedo de que cualquier día lo apartaran definitivamente de sus vidas. Alimentado por el dolor, fue creciendo en él un oscuro e intenso rencor hacia quienes antes le prodigaban tantos y tantos cuidados.

¡Llegó, al fin, el día!

Nacido el niño, el simio comprendió, en su débil razón, el motivo real de su injusto abandono y la pérdida del afecto de su dueña. En su tortuosa mente ganó espacio la rabia y, con ella, una de sus espadas, la venganza.

Pacientemente, buscó oportunidad para recuperar su sitio en el corazón de los humanos y, una mañana, la encontró. La cuna por un momento no estaba vigilada. Se acercó a ella y cogió fuertemente el bebé, que comenzó a llorar en sus brazos.

Y no dudó.

Cegado por los celos, arrojó al usurpador por la ventana de la habitación, en la torre esquinera, dándole muerte, confiando que con ella volvería el favor y el amor de sus dueños.

Pero no fue así…

El negro ciñó la casa. La felicidad y la esperanza huyeron de ella para siempre.

El mono logró escapar de aquellas manos en las que buscaba que volvieran las caricias y que ahora comprendió que buscaban su muerte. Fue buscado y…

Algunas noches de luna irradiante, se escuchan delante de la casa del Mono lo que parecen suspiros, que semejan gritos de rabia y tristeza contenidas a la par de quien llora la ingratitud y el abandono de sus dueños.

 

José Luis Hinojal Santos
caceresensuspiedras.com

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